¡Baboum!... y lo que nos espera, , ¡Baboum!... y lo que nos espera
Por D. Miguel Llorente, Director del Instituto de Geología de Camiper
Marzo 09, 2023
Mayo de 1883, una fecha para recordar. En aquel mes entró en erupción uno de los miles de volcanes del Anillo de Fuego, seguramente junto con otros muchos. Es algo normal, todos los días entran en erupción varios volcanes en esta zona que circunda el Océano Pacífico, pero este era especial, este se llamaba Krakatoa, igual que el archipiélago del que formaba parte. El origen del topónimo no está muy claro, pero es posible que se trate de una onomatopeya por el sonido de los loros blancos que habitan en esta región. Deben ser unos graznidos bastante estrepitosos, pero nada comparable al estruendo del volcán al entrar en erupción. Los episodios eruptivos del Krakatoa continuaron en junio y en julio, pero no consiguieron terminar el mes de agosto. El 27 de agosto de 1883, el volcán Krakatoa, después de una sucesión de explosiones, alcanzaba el clímax y, con una explosión final, desaparecía toda la isla y parte de las islas cercanas. El sonido de semejante evento se oyó a miles de kilómetros de distancia. Le siguió un gran tsunami que llegó a las costas precedido por las perturbaciones de las explosiones previas. Seguro que no es la mejor de las comparaciones, pero la bomba atómica que tiraron los estadounidenses sobre Hiroshima fue equivalente a unos 16 kilotones de energía (16 000 toneladas de TNT) y se estima que la energía liberada «tan solo» por la última de las explosiones del Krakatoa alcanzó los 200 000 kilotones. A pesar de desaparecer la isla, la explosión no fue el final del volcán, que seguía activo bajo el mar. En ese mismo lugar, hacia 1928, emergió de nuevo el volcán, a quien llamaron «el hijo» del Krakatoa (Anak Krakatoa). El Anak Krakatoa no ha parado de mostrar actividad, provocando en 2020, de nuevo, un tsunami que afectaba más allá de sus propias costas. ¿Alguien puede pensar que no se vayan a repetir allí situaciones parecidas a las ya vividas?
También en Indonesia hay otro volcán mítico, se llama Tambora, que nada tiene que ver con los tambores. El 10 de abril de 1815, explotó con una energía estimada en cuatro veces mayor que la del Krakatoa y se considera la mayor explosión volcánica del periodo histórico. Si costaba imaginar algo decenas de miles de veces mayor que la bomba atómica de Hiroshima, 800 megatones es sin duda una cifra inimaginable. El enorme agujero que dejó tras la explosión el Tambora es muy característico, lo llamamos, genéricamente, «caldera volcánica». Comparando la caldera volcánica del Tambora con otras calderas volcánicas que los geólogos hemos identificado en nuestro querido y frágil planeta, créanme, el Tambora se queda pequeño. ¡Un momento! Aquel evento que se desata en Indonesia, ¿se quedó en Indonesia?: para nada. Los duros inviernos europeos de aquellos años están íntimamente ligados a la erupción y explosión del Tambora. Hace mucho tiempo que para los geólogos el mundo es una pequeña roca, donde mucho de lo que pasa aquí o allí (por no decir todo) se siente allí y aquí, y en casi todas partes (por no decir en todas).
Las pandemias, antes de que ocurriera esta que ahora nos ocupa y nos preocupa, eran algo en lo que solo pensábamos unos cuantos dedicados a los desastres naturales. Si quieres saber para qué otros desastres nos estamos intentando defender, muchos de ellos puramente geológicos, recomiendo esta lectura que habla sobre cómo organizar lo más esencial de los desastres naturales para mitigar sus posibles efectos. Hablo de la organización de los datos. Sí, lo has adivinado, estoy entre los autores y, en su momento, esta iniciativa recibió duras críticas por incluir cosas como las epidemias.
Tomas, R., Harrison, M., Barredo, J., Thomas, F., Llorente, M., Pfeiffer, M., y Čerba, O. (2015). Towards a cross-domain interoperable framework for natural hazards and disaster risk reduction information. Nat Hazards, 78, 1545-1563. https://doi.org/10.1007/s11069-015-1786-7.
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